Introducción
Al igual que muchos otros pueblos latinoamericanos, las comunidades indígenas del occidente y norte de México han tenido que enfrentarse al desarrollo de grandes proyectos extractivos y turísticos en los últimos años, tanto en los territorios que les pertenecen, como en zonas que constituyen espacios fundamentales para su reproducción social y cultural. Este tipo de megaproyectos, impulsados tanto por empresas privadas como por instancias gubernamentales, ven el territorio y los elementos que lo componen como bienes, recursos que pueden ser explotados en términos capitalistas para la obtención de una ganancia. En las palabras del discurso oficial del Estado mexicano, dichos megaproyectos establecen oportunidades para el desarrollo económico del país, resultan atractivos para los inversionistas extranjeros y, en general, son portadores de un supuesto progreso.
La implementación de megaproyectos en el territorio nacional constituye de manera frecuente la causa de conflictos y afectaciones ambientales y sociales (Paz, 2014), no obstante, cuando los afectados son los pueblos y territorios indígenas, resulta todavía más evidente el contraste entre el discurso desarrollista oficial y la forma radicalmente distinta de relacionarse con el entorno y los diferentes elementos y seres que en él se integran e interaccionan. Es necesario aclarar un punto: reconocer y valorar la manera diferente de construir relaciones con el mundo, por parte de los pueblos indígenas, no significa atribuirles un exotismo particular, ni pensarlos como grupos suspendidos en el tiempo y esencializados. Precisamente, el objetivo es reconocer su diferencia en el espacio y tiempo actuales, buscar las conexiones entre los mundos producidos por diferentes tipos de relacionalidades y ponerlos a dialogar en un nivel de equidad.
Las estrategias políticas, adoptadas por los pueblos indígenas para responder al despojo de sus territorios, ofrecen un punto de partida importante con el fin de explorar sus modos de relación en ámbitos distintos e interconectados. Por un lado, se revelan las relaciones con el paisaje que los rodea y los seres que lo habitan, sean estos humanos o no humanos; por el otro, también observan las formas de interactuar con otros pueblos indígenas, los mestizos y el Estado. Como se observará más adelante, las demandas y reivindicaciones que se presentan ante el gobierno y sus instancias se insertan en una red más amplia de relaciones, en donde los pueblos se sitúan no solamente por su posición histórica y geográfica, sino también, por ejemplo, debido a la labor ritual que llevan a cabo año con año.
El objetivo de este trabajo es presentar y discutir tres ejemplos en los que pueblos indígenas del occidente y norte de México se han enfrentado ante distintos tipos de intervenciones que ponen en riesgo o afectan su territorialidad. Liffman (2012) describe la territorialidad como "la construcción, la apropiación y el control del territorio." Y afirma que "depende de una gama amplia de prácticas agrícolas, rituales, comerciales y políticas" que son frecuentemente cuestionadas por sectores nacionales e internacionales (Liffman p.23).
Los ejemplos presentados en este trabajo muestran diferentes tipos de conflictos y grados diversos de organización política por parte de los pueblos afectados, esto permitirá llevar a cabo algunas comparaciones y observar similitudes que existen en ciertos aspectos de la relación de los pueblos con su territorio. Los dos primeros ejemplos son tomados del occidente de México; se trata de la pugna en acto entre algunas comunidades pertenecientes al pueblo náayeri (cora) y la Comisión Federal de Electricidad sobre el Proyecto Hidroeléctrico Las Cruces, destinado a construirse sobre el Río San Pedro, en Nayarit. Como se verá, la implementación de este proyecto implicaría graves afectaciones ambientales y culturales, ya que algunos sitios sagrados náayeri se perderían. Por ser el objeto principal de una investigación en curso, este caso será presentado con mayor detalle. Otro conflicto que se tomará en cuenta aquí es más conocido: se trata de las concesiones mineras otorgadas a compañías canadienses en el desierto de Real de Catorce, San Luis Potosí y de la lucha del pueblo wixarika (huichol) en defensa de dicho desierto. Finalmente, se llevarán a cabo breves consideraciones sobre la territorialidad rarámuri (tarahumara), para mostrar cómo, también para este pueblo, las relaciones entre territorio, seres humanos y divinidades, constituyen un entramado complejo, en donde política, religión y territorialidad se encuentran unidas.
Como hipótesis, se considera que la territorialidad indígena tiene que ser pensada en términos relacionales puesto que, como se verá, estos pueblos no establecen un vínculo cuyo fin principal es la explotación o el consumo de recursos, sino que insertan a los seres humanos en una red de relaciones con los animales, antepasados y divinidades, en donde el intercambio y la reciprocidad tienen un papel fundamental. Las prácticas territoriales de dichos pueblos tienen como objetivo, entre otros, mantener una buena relación con los demás habitantes de su entorno.
Para entender estas problemáticas es importante aclarar que las pugnas entre pueblos indígenas y megaproyectos no vierten sobre el uso que unos y otros le quieran dar a los mismos recursos (agua, territorio, paisaje, etc.), sino que se trata de una confrontación más profunda. Shaffner y Wardle (2017), citando a Latour, afirman que en este tipo de conflictos no se trata del desencuentro entre tecnología occidental y culturas locales sobre los mismos recursos, sino que es un choque entre dos formas completamente diferentes de crear la realidad. Al causar graves afectaciones al territorio, lo que está en peligro no son solamente formas de vida, religiosidades, o modos de reproducción social y cultural de los pueblos: los que realmente se están poniendo en riesgo son los puntos de vista que generan universos enteros en donde los seres humanos se ubican y crean relaciones de formas originales y propias. Podría decirse que territorios y recursos en disputa dentro de los conflictos que involucran a los pueblos indígenas, son el objeto de un equívoco entre los pueblos por un lado, y el gobierno, las empresas, y demás actores, por el otro. Con el término equívoco se hace referencia aquí a lo que Viveiros de Castro (2004, p.5) define "the referential alterity between homonymic concepts". En otras palabras, cuando pueblos indígenas y empresas hablan de los elementos que forman parte del territorio, no están hablando de lo mismo, aunque en ocasiones puedan emplear los mismos términos.
Las luchas de los pueblos indígenas en defensa de su territorio van mucho más allá de una disputa sobre ciertos recursos, lo que entra en juego es un universo entero creado por las relaciones que los pueblos establecen con todos los seres que participan de su entorno. En palabras de De la Cadena (2010, p.335)"indigenous politics may exceedpolitics as we know them". Stengers (2007), propone hablar de "cosmopolítica" en relación con estas problemáticas, afirmando que la forma en que construye y emplea este término no tiene nada que ver con el uso kantiano del mismo (Stengers, p.1). Según esta autora, el término refiere a la articulación posible de mundos múltiples y divergentes, en contraste con la idea de una paz pensada como "final" y "ecuménica", que no deja espacio para la existencia de la diferencia.
En este trabajo se propone dar espacio a la articulación de múltiples mundos y aceptar la propuesta de De la Cadena (2010, p.336) de tomar en serio la presencia en política de actores no humanos, que normalmente serían relegados a otras esferas del conocimiento (la ciencia), o al ámbito de la metafísica y las creencias. Dialogando con esta propuesta, Liffman afirma que las prácticas de agentividad sagrada, puestas en acto por los pueblos indígenas en ciertos contextos políticos, representan un desafío "a la distinción entre sujetos políticos humanos y objetos científicos naturales que fue promulgada en un inicio por Thomas Hobbes y Robert Boyle en el siglo XVII" (Liffman, 2012, p.33).
Efectivamente, como se verá en los ejemplos a continuación, uno de los aspectos que tienen en común los pueblos indígenas analizados, es la participación de seres no humanos en la política interna de los pueblos, así como en aquella que actúa hacia el exterior. La presencia de los no humanos en la vida de las comunidades no sólo es característica de los aspectos políticos o religiosos de los pueblos, en cada uno de los casos mencionados se aprecia cómo las comunidades se constituyen en el seno de estas relaciones, siendo parte fundamental de ellas.
Según Shaffner y Wardle (2017) la perspectiva cosmopolítica permite poner en relieve el hecho de que las relaciones entre humanos y no humanos son constitutivas de lo que significa para los primeros ser actores en un campo político. Por esta razón, es importante entender qué están reclamando los pueblos indígenas en sus luchas contra los megaproyectos, en nombre de quienes toman la palabra y actúan políticamente. Los casos que se discuten a continuación quieren representar un esfuerzo para "reducir la velocidad el pensamiento" (Stengers, 2007) y reconsiderar cuáles son los actores y las puestas en juego en este tipo de conflictos, no solamente con fines analíticos, sino para crear nuevas bases para pensar y promover la agentividad política de los pueblos indígenas a partir de su propio punto de vista, sin constreñir sus preocupaciones en las agendas políticas de las ONG, investigadores, agencias gubernamentales, etcétera.
El proyecto hidroeléctrico las cruces y la territorialidad náayeri
Desde 2008, la Comisión Federal de Electricidad (CFE) promueve la construcción del Proyecto Hidroeléctrico Las Cruces, ubicado en la parte baja de la cuenca del Río San Pedro, en Nayarit. Según la CFE, dicha central constituiría una fuente importante para el abastecimiento energético de la región y de todo el país, produciendo, a través del uso de fuentes renovables, 751Gwh/año y contribuyendo de esta forma a la producción de energía limpia que ayudaría a contrarrestar el cambio climático (Comisión Federal de Electricidad, 2013, p.4).
En diciembre de 2013, la CFE presentó ante la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) la manifestación de impacto ambiental del proyecto (CFE, 2013). Poco menos de un año después, el 18 de septiembre de 2014, la Semarnat otorgó su autorización (con algunas condiciones) para la implementación del proyecto. En noviembre del mismo año, la Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente presentó un documento ante algunos relatores especiales de la ONU en donde se denunciaba la gran cantidad de incongruencias e ilegalidades en las que estaba incurriendo el Estado mexicano al autorizar la construcción del proyecto hidroeléctrico (Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente, 2014a). El 23 de septiembre del mismo año, un grupo de más de 50 académicos de diferentes universidades y más de 70 organizaciones presentaron un pronunciamiento en donde le solicitan al presidente de México, Enrique Peña Nieto, la cancelación del proyecto hidroeléctrico Las Cruces y del Canal Centenario (AIDA, 2014b).
Ambos documentos enumeran, por un lado, los daños ambientales que serían causados debido a la construcción y operación de la central hidroeléctrica y sus anexos y, por el otro, las afectaciones que sufrirían no solamente las comunidades indígenas (principalmente náayeri) y mestizas asentadas en la cuenca, sino también otras poblaciones y grupos indígenas, especialmente los wixaritari y los o'dam (tepehuanes). Para los pueblos indígenas, además de las afectaciones socioeconómicas y ecológicas causadas por la presa, y declinadas en términos cercanos a las preocupaciones de las ONG y los académicos, existe una problemática de orden distinto; se trata de las profundas consecuencias cosmopolíticas que causarían las transformaciones territoriales debidas a la construcción de la central hidroeléctrica.
Resulta importante conocer a profundidad sobre este último aspecto: una de las afectaciones causadas por la construcción de la central es la pérdida de alrededor de 14 sitios sagrados, el más importante de ellos es conocido como Muxatena, una formación rocosa que se encuentra en medio del río, en donde se celebra anualmente la fiesta de San Juan y los náayeri acuden a dejar ofrendas. Para entender el tamaño de la problemática que causaría la destrucción de dichos sitios sagrados, es necesario realizar algunas observaciones sobre la religiosidad y territorialidad del pueblo náayeri.
Los náayeri son habitantes de la sierra madre occidental y sus asentamientos se concentran principalmente en Nayarit. El paisaje en donde viven inmersos es un aspecto fundamental tanto de su vida material como de la espiritual, y es muy variado: en la parte alta de la sierra, el territorio cora se caracteriza por un paisaje montañoso, surcado por profundas barrancas. Algunas comunidades están asentadas en altiplanos (como es el caso, por ejemplo, de Mesa del Nayar) mientras otras se encuentran en los cañones de los ríos (un ejemplo de ello es Jesús María).
La vida cotidiana y material de los náayeri, su religiosidad y las consecuentes actividades rituales van de la mano en el costumbre (yeyra), entendido como el conjunto de normas y prácticas (colectivas y personales) relacionadas con el ritual y la religión, pero también con las reglas de la vida política y social propias del grupo. El costumbre es lo que identifica a los náayeri como un pueblo indígena particular, y los distingue de sus vecinos indígenas y mestizos, tanto es así que, para algunos, la línea de demarcación indígena/mestizo pasa más por el nivel de participación en las prácticas y rituales comunitarios, que por el nacimiento en una familia u otra (Benciolini, 2014). El costumbre comprende las actividades cotidianas como la siembra del maíz y la producción de tortillas, así como las prácticas rituales que las personas, de forma individual o en colectivo, llevan a cabo temporada tras temporada y año tras año.
La vida de los náayeri es acompañada por una gran cantidad de rituales que marcan las etapas del ciclo de vida de ciertos seres: los humanos, el maíz, los venados y Cristo, en su asociación con el sol. De esta forma, a lo largo del año, los habitantes de las comunidades están periódicamente involucrados en la preparación y cumplimiento de actividades rituales de distinto tipo. Todos estos rituales se relacionan estrechamente con el transcurrir de las temporadas, las labores agrícolas y los ciclos de producción y reproducción de animales y plantas que habitan el territorio cora. Dentro de las prácticas rituales náayeri, se encuentra la de dejar ofrendas en puntos determinados del territorio. Dependiendo de las temporadas y del tipo de peticiones que se hacen, las ofrendas pueden constar de flores, manojos de algodón sin hilar, discos de algodón, flechas votivas pintadas, ojos de dios (cháanaka), entre otros. Para los coras, existe una correlación directa entre las actividades rituales (dejar ofrendas, llevar a cabo ciertas fiestas) y los eventos climáticos que ocurren en la sierra y, como lo menciona Coyle (1997, p.396), la "naturaleza" no existe como independiente de la acción humana, pues las dos están en una relación de interdependencia. Las sequías, las lluvias fuera de temporada, el viento excesivo, el frío o calor demasiado intensos pueden ser imputados, entre otras cosas, a la falta de entrega de ofrendas en ciertos lugares sagrados, o bien a una ejecución incorrecta de distintas actividades rituales como danzas, procesiones y ofrendas (Benciolini, 2014).
En términos abstractos todo el territorio cora, a partir de las comunidades y expandiéndose idealmente hacia el mundo entero, se organiza en función a la idea de un centro y de los cuatro puntos cardinales, estos últimos marcados por los recorridos del sol: diario y anual. De acuerdo con Guzmán (2002, p.85), para los coras la tierra es atravesada por tres ejes: uno vertical que une el nadir y zenit, y dos horizontales que indican los cuatro puntos cardinales. El centro es indicado por el cerro de Tuacamu'uta, una montaña que se encuentra hacia el oeste de la comunidad de Mesa del Nayar y en cuyas cuevas dejan ofrendas coras y huicholes. El eje oriente-poniente está indicado, respectivamente, por Real de Catorce (San Luis Potosí) y por la roca blanca que se encuentra frente a San Blas, Nayarit (Guzmán, 2002, p.85). El eje norte-sur es indicado por la laguna de Santa Teresa (norte) y por otra laguna que se encuentra cerca de Tepic (sur), ambos están relacionados con el mundo acuático (Guzmán 2002, p.86).
Los puntos cardinales se relacionan estrechamente con el transcurso de las temporadas a lo largo del año y están ordenados según una jerarquía que regula todos los espacios náayeri, desde el espacio cosmogónico, hasta la orientación de los patios rituales. En cada una de las comunidades, e incluso de los ranchos en los que habitan los náayeri, los puntos cardinales se asocian a ciertos elementos del paisaje como piedras, lagunas, manantiales y montañas. No obstante, hay que mencionar que la territorialidad cora existe de manera dinámica, ya que la asociación de los puntos cardinales con determinados elementos del paisaje depende de la ubicación del sujeto que los reconoce, la comunidad a la que pertenece y, en ciertos casos, de las actividades rituales que se están llevando a cabo.
Algunos puntos sobre el territorio son reconocidos como sagrados y en ellos se reciben ofrendas de diferente tipo, en algunos -los más importantes - se ejecutan ciertos rituales comunitarios. Los lugares sagrados se identifican por ciertas características del paisaje: pueden ser cuevas, manantiales, ojos de agua o piedras que por su forma o posición sobresalen en el paisaje. La importancia de dichos lugares radica en varios aspectos, uno de ellos es su asociación con el agua como lugar de origen,1 otro puede ser su posición en relación con otros puntos importantes del territorio. Finalmente, ciertos lugares sagrados se reconocen como tales porque se consideran como la morada de los tyajkuatyie, palabra que los coras traducen como dioses o espíritus, y hace referencia a los seres que habitaron la tierra antes de los humanos y permanecieron en ella, estableciendo relaciones de diferentes tipos con los humanos actuales (Valdovinos, 2008, p.35).
Los lugares sagrados que se encuentran diseminados sobre el territorio cora son de gran importancia, no solamente por la vida ritual y religiosa de este pueblo, también porque constituyen referentes muy importantes para la ubicación de las personas en el espacio. En escalas diferentes, todo el cosmos y el territorio de las comunidades indígenas están marcados por la presencia y la ubicación de los lugares sagrados. Para quienes caminan por la sierra, las comunidades, ríos, montañas y sitios sagrados constituyen puntos de referencia fundamentales.
En los rituales denominados mitotes,2 aunque no exista un desplazamiento físico de las personas, la enumeración de ciertos topónimos en los cantos chamánicos evoca el desplazamiento por la sierra de los humanos y de las divinidades.
Hay que mencionar que los sitios sagrados, si bien en ocasiones evocan episodios míticos colocados en el pasado, y están asociados a características precisas del paisaje, no son dados una vez por todas, sino que existen, se activan y se renuevan solamente en el contexto de la red de relaciones que los humanos establecen entre ellos y los dioses y otros seres que habitan el mundo, particularmente en estos lugares. Estas relaciones se construyen a través de ofrendas, intercambios y acciones rituales.
Los sitios sagrados pueden ser visitados de manera individual en el transcurso del año, cuando alguien quiere hacer una petición especial para sí o algún miembro de su familia, o bien en las ocasiones marcadas por el calendario ritual comunitario.3 Algunas de las fechas más importantes del calendario ritual son las que marcan la transición de la temporada seca a la de lluvias, y viceversa. Se trata de momentos del año muy delicados, en los que la acción ritual de los humanos, la forma en que se relacionan con los dioses y los sitios sagrados acompañan, y de alguna forma provocan, la transacción estacional y el correcto desarrollo de la vida de las plantas y animales que le dan sustento a los humanos, especialmente el maíz. Este tipo de rituales coincide frecuentemente con la celebración de alguna festividad perteneciente al calendario católico. Un ejemplo de ello son los festejos para San Juan, llevados a cabo cada 24 de junio en proximidad de la piedra conocida como Muxatena, que se encuentra en el cauce del Río San Pedro. En esta ocasión, San Juan recibe ofrendas de flores, algodón y pequeñas cantidades de dinero. El objetivo de este ritual es celebrar y, de alguna forma, causar la transición de la temporada seca a la de lluvias, y pedir que éstas sean suficientes para el crecimiento de las milpas, pero tampoco demasiado fuertes como para dañar la cosecha.
La Muxatena se encuentra río abajo en relación con el sitio donde se construiría la cortina del proyecto hidroeléctrico Las Cruces, por lo que su construcción afectaría la presencia del agua en el lugar, haciéndole perder algunas de las características que lo hacen importante, por lo tanto, celebrar allí la transición estacional perdería su sentido, y la formación rocosa dejaría de tener eficacia. De esta forma, quedarían afectadas las relaciones entre San Juan y los habitantes de los pueblos de Presidio de los Reyes y San Juan Corapa, así como de los habitantes de las otras comunidades que cada 24 de junio acuden al lugar.
Particularmente para los dos pueblos citados, San Juan es un tyajkua (singular de tyajkuatyie) muy importante; además de ser el protector de ambos pueblos, es a quien se le piden favores para los individuos y las familias: para su bienestar, la abundancia en la milpa y para los animales. Es importante entender que la pérdida de ciertas actividades rituales tendría graves repercusiones, no solamente sobre la vida religiosa del grupo y su capacidad de reproducción social, sino también en su vida material. Para los coras, las acciones rituales tienen consecuencias concretas y reco nocibles sobre su capacidad de intervención en los ciclos vitales de plantas y animales. Dejar ofrendas en los sitios sagrados que se encuentran junto al río es una acción fundamental, que permite relacionarse con San Juan y contribuir al proceder de las temporadas y de los ciclos agrícolas. Además, recolectar agua de sitios sagrados como ríos y manantiales es una acción necesaria para cumplir correctamente con la mayoría de las actividades rituales. El agua recolectada y celosamente conservada en casas, iglesias y otros edificios rituales4 es un importante vehículo de fertilidad y bienestar para las comunidades, y es utilizada por los ancianos de las familias y de la comunidad para bendecir a los seres humanos, el maíz, los objetos y los espacios rituales. La falta de cumplimiento con las obligaciones rituales hacia los lugares sagrados y los seres que los habitan puede derivar en cambios en los patrones de las lluvias o de los vientos que afectan profundamente las actividades agrícolas de las comunidades. En 2011, la temporada de lluvias fue muy escasa en la sierra y, como consecuencia de esto, se propagó un insecto que nadie había visto antes y destruyó las pocas plantas de maíz que sobrevivieron a la sequía. En esta ocasión, en Mesa del Nayar hubo algunos comentarios negativos sobre las autoridades tradicionales y sus faltas con el costumbre. Estas últimas, por su lado, decidieron sacrificar una res esperando así que llegaran las lluvias.
En el caso del río San Pedro y del Proyecto Hidroeléctrico Las Cruces, los náayeri perderían la posibilidad de seguir estableciendo relaciones de reciprocidad con San Juan, lo cual podría tener serias consecuencias sobre la vida de la comunidad en general y sobre aquellos individuos quienes, por alguna razón, hacen peticiones particulares para el santo (curaciones de enfermedades, ganado, etc.).
Alterar de forma radical los espacios en donde los coras llevan a cabo sus actividades cotidianas y rituales implica una transformación muy profunda de la manera como las personas se ubican en el medio ambiente y se relacionan con él. La disputa de los náayeri con la CFE no se debe solamente a las afectaciones que la presa podría tener sobre las actividades productivas de las comunidades río abajo, ni sobre el agua en cuanto recurso que puede ser explotado. La infraestructura requerida para el proyecto hidroeléctrico, y los cambios en los flujos de agua, ponen en peligro la existencia del mundo y del territorio de los náayeri y de las otras entidades con quienes se relacionan para garantizar la continuación de los ciclos de vida de las personas, el maíz y los animales. Cualquier afectación a su territorio implica para los náayeri una alteración de sus relaciones con los tyajkuatyie, lo cual puede tener repercusiones graves sobre la vida de la comunidad, pues estos seres, si por un lado cuidan a los humanos y se encuentran en una relación de reciprocidad con ellos, también pueden causar daños o enfermedades a las personas, las cosechas o los animales.
Por lo descrito hasta aquí, se puede entender que la relación de los náayeri con su territorio pasa no solamente por las prácticas productivas que le dan a los humanos el sustento material, sino que es en el territorio, y especialmente en sus sitios sagrados, donde se establecen relaciones fundamentales para este pueblo, las que le dan existencia a un universo otro en el que la agentividad de los dioses tiene consecuencias concretas sobre la vida de los pueblos. Romper estas relaciones tendría efectos catastróficos para las comunidades. Por esta razón, las comunidades de la cuenca del Río San Pedro han empezado a establecer alianzas con sectores académicos y de la sociedad civil, así como con otros pueblos indígenas, en especial los wixaritari. Estas alianzas y la visibilidad política que están adquiriendo a partir de esta lucha representan una novedad para el pueblo náayeri, por varias razones. En primer lugar, este pueblo tradicionalmente ha preferido mantener cierto hermetismo sobre sus actividades rituales, mientras ahora algunas de ellas se están haciendo públicas para poder sustentar las demandas en defensa de sus sitios sagrados. En segundo lugar, en otras ocasiones ha mantenido una posición relativamente pasiva frente a otras intervenciones sobre su territorio, aunque no fueran deseadas por la población. Según Valdovinos (2010, p.126) las instituciones del pueblo náayeri son generalmente concebidas por las comunidades como uno de los integrantes de la jerarquía que organiza las instancias sociales y políticas del Estado, y no en oposición a ellas. Esto también parece estar cambiando paulatinamente, por lo menos en las comunidades afectadas por el proyecto hidroeléctrico Las Cruces, en donde se han formado consejos intercomunitarios en defensa de su territorio.
Otras territorialidades en el occidente y norte de méxico: los wixaritari y los raramuri
Un ejemplo muy esclarecedor de cómo ciertos pueblos indígenas pueden actuar en sus pugnas en contra de megaproyectos, involucrando también a sus divinidades y antepasados, es el del pueblo wixarika y su lucha contra los proyectos mineros que amenazan el más importante de sus sitios sagrados. Lo anterior es especialmente interesante debido a la cercanía que existe entre huicholes y coras, tanto en términos territoriales, como de su forma de ver y estar en el mundo. De hecho, como se mencionó arriba, una de las estrategias políticas de los náayeri ha sido la de establecer alianzas con los wixaritari, quienes tienen una organización política más fuerte y una mayor experiencia en este tipo de procesos. Desde hace algunos años, el pueblo wixarika ha emprendido una lucha que se desarrolla sobre varios frentes en defensa Wirikuta, ubicado en el desierto de San Luis Potosí. En este lugar, históricamente conocido por su actividad minera desde tiempos de la colonia, el Estado mexicano otorgó a compañías extractivas canadienses varias concesiones para la exploración y extracción de minerales.
En este caso, en términos agrarios, las tierras de Wirikuta no le pertenecen a las comunidades wixaritari, no obstante, constituyen una parte fundamental de su territorialidad, y la peregrinación que realizan allí cada año es uno de los rituales que fundan y estructuran las comunidades huicholas y sus relaciones con el medio ambiente, las divinidades y entre miembros de la sociedad (Gutiérrez, 2002). Por esta razón, Wirikuta ha sido reconocido por la UNESCO como santuario natural protegido (Gutiérrez, 2014).
Al igual que los náayeri, los wixaritari concretizan sus relaciones entre sí y con las divinidades en los espacios vividos en donde caminan, siembran, habitan y ejecutan sus rituales (Gutiérrez, 2014, p.123) y Wirikuta es, quizás, el más importante de estos espacios. Como es conocido, año con año este pueblo lleva a cabo una peregrinación que, desde la sierra de Jalisco y Nayarit, los lleva hasta el desierto de Real de Catorce y, en particular, al llamado Cerro Quemado. Para entender el compromiso y la fuerza con la que los wixaritari han emprendido la lucha en defensa de un territorio sobre el que no pueden ejercer derechos agrarios, es importante conocer algunos puntos en torno a la peregrinación.
El objetivo más conocido de la peregrinación es la recolecta del peyote (Lophophora Williamsii) por parte de las brigadas de los peregrinos, pero Wirikuta no es solamente el espacio físico en el que crece el cacto sagrado, es también la morada de los antepasados y el lugar del nacimiento del sol (Gutiérrez, 2002). Una vez que retornan a sus comunidades, los grupos de peregrinos emprenden complejos intercambios de peyote que involucran varios centros ceremoniales, no obstante, según Gutiérrez (2014, p.129), lo que se intercambia junto con el peyote es también el corazón del sol que ha nacido en Wirikuta y el sacrificio llevado a cabo en la peregrinación. Según el mismo autor, los intercambios de peyote son una de las actividades que sostienen y reproducen la estructura de la sociedad wixarika en todos los niveles: desde los lazos familiares, hasta las relaciones entre centros ceremoniales mayores (Gutiérrez, 2014, p.129). Si bien es cierto que las brigadas de peregrinos contribuyen a la reproducción social y cultural del pueblo en las relaciones intracomunitarias, también tienen un papel fundamental en términos cosmopolíticos, ya que antes de salir hacia el desierto, los peregrinos cambian su piel y su nombre, volviéndose dioses a través de una serie de rituales de purificación (Gutiérrez, 2010, p.222). En su condición de divinidades y a través del autosacrificio implicado en la peregrinación, de las danzas y las visitas a lugares sagrados, los peregrinos crean el universo en donde viven los humanos (indígenas y mestizos), los animales y las plantas. La idea de que los peregrinos wixaritari tienen la tarea de reconstruir el universo para todos (y no solamente para los indígenas) dialoga con la propuesta de Liffman (2012) de que este pueblo construye una práctica de ciudadanía que le es propia, en donde las demandas al Estado mexicano pueden basarse tanto en prácticas precoloniales, como sobre las relaciones de sacrificio establecidas con los "propietarios sobrenaturales del entorno natural" (Liffman, p.33), de esta forma, el trabajo ritual que ejecutan año con año es pensado como uno de los fundamentos de la legitimidad de sus demandas ante el Estado. En este sentido, el pueblo wixaritari se diferencia de los náayeri quienes, como se vio anteriormente, piensan sus relaciones con el Estado en términos más colaborativos.
Esta es la compleja red de relaciones que el pueblo wixaritari moviliza en sus manifestaciones en defensa de los lugares sagrados. El caso de este pueblo es un ejemplo especialmente claro de cómo dioses y antepasados pueden ser involucrados en la arena política por los pueblos indígenas. La resonancia que el caso de Wirikuta ha obtenido a nivel tanto nacional como internacional se debe, parcialmente, a la capacidad del pueblo wixarika de modular sus formas de relacionarse con las diferentes instancias involucradas en el conflicto (el Estado mexicano, las compañías transnacionales, los mestizos de las ONG, aquellos ligados a cultos New Age o sus propios dioses y antepasados) con el fin de defender lo que sustenta su organización social y religiosa.
Un aspecto importante de la política wixaritari, y que coincide parcialmente con lo que pasa entre los náayeri, es la importancia de los sueños como punto de partida para ciertas acciones. Una práctica compartida por los dos pueblos ofrece un ejemplo muy claro: cuando se trata de escoger quiénes ocuparán algún cargo anual en el sistema cívico religioso tradicional, el consejo de ancianos sueña con las personas designadas para cubrir los cargos. No obstante, al parecer el caso de los wixaritari va más allá, ya que los sueños están en la base de muchas acciones y decisiones que se toman en la vida cotidiana relacionadas con el ritual, los nombres que se le dan a la descendencia, las relaciones y alianzas que se pueden establecer (Gutiérrez, 2015). Tanto es así, que algunos de los wixaritari más involucrados en la lucha para la defensa de wirikuta refieren que sus dioses y antepasados los han impulsado a la resistencia a través de los sueños (Gutiérrez, comunicación personal, agosto de 2016). La peregrinación a Wirikuta, junto con el auto sacrificio que esto supone, la actividad ritual y los sueños, son formas de actuar sobre la realidad de las personas y establecer vínculos con los antepasados.
A partir de lo mencionado hasta aquí, puede explicarse cómo la forma de hacer política de este pueblo, entendida tanto en términos de las relaciones con el estado y sus instituciones, como la administración de la vida comunitaria y los contactos con otras comunidades o con los mestizos, se inserta en una red de relaciones más amplias que también comprende a los antepasados y las divinidades. La presencia de estos últimos tiene consecuencias concretas sobre las estrategias y modos de acción política de los wixaritari.
Algo parecido ocurre con el pueblo rarámuri: según Fujigaki, Martínez, Salazar, Hernández y González (en prensa), para este pueblo indígena el trabajo constituye el eje que articula la relación social entre unidades domésticas, así como la que establecen los humanos con la divinidad Onorúame. Para los trabajos que requieren el apoyo de muchas personas, curaciones, fiestas y en ciertos momentos del ciclo agrícola, los rarámuri organizan las llamadas teswinadas (Fujigaki et al., en prensa, p.8); eventos convocados por los miembros de una unidad doméstica y en los que participan varias personas, dependiendo de la capacidad de movilización de los convocantes. Los invitados son llamados a participar en distintas actividades dependiendo del tipo de teswinada, y reciben a cambio el teswino, bebida fermentada elaborada a base de maíz (Fujigaki et al., en prensa, p.4). Sin embargo, las redes del teswino involucran no solamente a los humanos y a los grupos sociales, sino también a la divinidad, puesto que "todas las bebidas rituales deben ser dedicadas a Onorúame antes de ser consumidas por los humanos. Así, este ciclo de reciprocidad e intercambio entre los seres humanos y la divinidad se repite una y otra vez mediante el ritual, tal y como fue pactado en los tiempos primigenios" (Fujigaki et al., en prensa, p.12). Sin embargo, lo que se le ofrenda a la divinidad es lo que contiene el alimento, es decir, el trabajo y el esfuerzo de los seres humanos, siguiendo el razonamiento de los autores: "alimentar a la divinidad significa poner en circulación un flujo de esfuerzo y trabajo humano" (Fujigaki et al., en prensa, p.19).
Se puede proponer que, en el momento de llevar a cabo las teswinadas, los ranchos son lo que Bonfiglioli (2013) llamaría un "centro-crucero". Esta noción es propuesta por el autor en oposición a la de "centro-pueblo" (Bonfiglioli, 2013). Según el autor, el aspecto fundamental de la que llama "ontología territorial" (Bonfiglioli, 2013) rarámuri es el caminar y el desplazamiento, más que el asentamiento. En este sentido, los rarámuri poseen generalmente diferentes ranchos en los que distribuyen su tiempo. Un centro-crucero es un rancho en donde, por un tiempo determinado, cruzan su camino diferentes personas. El desplazamiento y el cruce de caminos son lo que configura las redes de la sociabilidad rarámuri y del poder ya que éste no se encuentra asentado en un lugar particular, sino que circula junto con las personas quienes se reúnen o se dispersan dependiendo de las actividades que tengan que llevar a cabo (Bonfiglioli, 2013). Además, el acto de caminar no solamente organiza las redes de relaciones entre personas, sino que también es lo que inserta a la persona en el cosmos rarámuri: el camino del sol es el marco ético y moral en el que cada tarahumara debe mantenerse: seguir el camino solar "es la condición primaria para la salud del cosmos y extensivamente de los humanos" (Martínez, 2008, p.11), el camino es el punto de articulación de las relaciones entre los humanos, las divinidades, el territorio y los seres que lo habitan (Martínez, 2008, p.11).
La llegada de la carretera y electricidad a las comunidades rarámuri, implementada por el gobierno mexicano, ha transformado en pueblo algunos de los ranchos (el ejemplo aportado por Bonfiglioli es el de Tehuerichi). Los servicios promovidos por el Estado han llegado junto con el tipo de relaciones clientelares que suelen acompañar estos procesos en las comunidades del México rural (Bonfiglioli, 2013). La estabilización del poder va de la mano con la implementación de la legislación gubernamental, que rara vez le otorga más que un reconocimiento formal a los usos y costumbres de los pueblos y es empleada, por el contrario, como un instrumento más para la explotación y despojo de las tierras indígenas (Almaza, 2015, p.81). En las disputas territoriales entre mestizos y rarámuri, pensar la tierra en términos de propiedad desplaza y niega otras formas de vivir el territorio y de integrarse en él (Almaza, 2015, p.102). Romper los caminos rarámuri, ya sea parcelando sus tierras, construyendo proyectos turísticos -como el de barrancas del cobre -, asentando los poderes en los pueblos, significa romper, al mismo tiempo, las formas de sociabilización de este pueblo, tanto entre los mismos humanos, como entre éstos y la divinidad, debido a que es el acto de caminar por su territorio, en el sentido literal del término, lo que le permite a los humanos insertarse en el cosmos y mantener buenas relaciones con todos los seres que lo habitan.
Conclusiones
Los dos ejemplos mencionados en el apartado anterior muestran que, al igual que los náayeri, los wixaritari y los rarámuri se relacionan con su territorio en formas complejas. Aunque cada pueblo tiene sus particularidades, existen algunos puntos en común en las formas cómo éstos habitan su territorio. Una de ellas, quizás la más importante, es la relacionalidad. Como se vio anteriormente, la territorialidad cora se construye a partir de los rituales, las relaciones que se instauran con los tyajkuatyie y la manera de ubicarse en relación con los sitios sagrados. Por su lado, los wixaritari también viven el territorio a través de las relaciones que establecen con sus dioses y antepasados, esto es especialmente evidente en la peregrinación a Wirikuta, pero atraviesa todas las formas de territorialidad de este pueblo (Gutiérrez, 2015; Liffman, 2012). Finalmente, los rarámuri hacen del caminar sobre su territorio el modo de relación más importante y de donde se originan todos los demás (Bonfiglioli, 2013; Martínez, 2008).
Otro aspecto que tienen en común estos pueblos, es el hecho de construir en torno a los territorios y los paisajes que habitan lo que Lévi-Strauss (2006) ha llamado una ciencia de lo concreto. Estos conocimientos pueden reconocerse, entre otras cosas, en los cantos rituales de náayeri y wixaritari cuando los chamanes enumeran diferentes lugares sagrados, o describen ciertas especies animales y vegetales que tienen una presencia importante en la ritualidad de estos pueblos.
Todo lo anterior demuestra que los elementos que forman parte de los territorios indígenas no pueden ser aislados del todo del cual forman parte, se encuentran fuera de las lógicas del mercado y no pueden considerarse como recursos que puedan ser extraídos o explotados. Al alterar las formas de la territorialidad indígena, ya sea despojando las comunidades de sus tierras, construyendo cortinas de concreto y embalses, abriendo tajos en las montañas para extraer minerales, cortando caminos con teleféricos, no solamente se despojan a las comunidades de sus medios de supervivencia, de sus espacios de reproducción social y cultural y de los derechos que les son propios. La alteración es más profunda e involucra actores políticos que, si bien no son tomados en cuenta por la política tradicional, no pueden dejarse de lado si se quiere llevar a cabo un análisis profundo de las dinámicas que conllevan los conflictos ambientales en territorios indígenas. En términos de Stengers (2007, p.13), es necesario pensar "en presencia de" aquellos que de otra forma serían descalificados y relegados al ámbito de las creencias.
Resulta evidente que el Estado mexicano no está dotado de instrumentos legislativos para responder y tomar en cuenta de forma adecuada las demandas cosmopolíticas de los pueblos indígenas, pero también cabe preguntarse si las organizaciones sociales, académicas y políticas que quieren apoyar a estos pueblos tienen la apertura y la disposición de hacerlo en los términos que les son propios. Como lo menciona De la Cadena (2010, p.349) al reducir las demandas indígenas en términos de derechos ambientales, culturales, religiosos y de clases se las reconduce a una división entre naturaleza y cultura a la que no pertenecen, en donde la presencia de los no humanos (dioses, antepasados, espíritus, etc.) sigue siendo epistemológicamente problemática. Por estas razones, es importante que las organizaciones que trabajan con las comunidades indígenas tomen en serio sus cosmopolíticas en el momento de diseñar demandas y estrategias en defensa de sus territorios.
Los casos referidos en este trabajo ofrecen algunos ejemplos (que necesitan ser profundizados) de cómo ciertos pueblos del occidente y norte de México se relacionan con su territorio y con los seres no humanos y articulan este tipo de relacionalidad con las formas de hacer política que les son propias. Como señala Stengers (2007): igualdad no significa necesariamente que todos tengan que decir algo sobre una problemática, sino que todos estén presentes, de tal forma que tomar una decisión sea lo más difícil posible, para evitar simplificaciones en el reconocimiento de lo que cuenta y lo que no cuenta para cada actor involucrado (p.15).