Introducción

La pregunta central del presente trabajo es por qué se desarrolló un carnaval violento en buena parte del siglo XIX en los puertos de Guaymas y Mazatlán. Para responderla, primero se exponen las ideas, conceptos y autores que funcionan como orientación metodólogica: poder, Estado, la antropología, Turner, Bajtín, Darnton, entre otros. Después se aborda la fundación de ambos puertos, destacando la presencia indígena, mulata y su mestizaje general. Enseguida, se ahonda en el contexto sinaloense y sonorense del siglo XIX; el objetivo de tal exposición es evidenciar que el supuesto carnaval salvaje era una práctica impulsada por la ola de violencia que experimentó la misma sociedad sinaloense y sonorense. La narración y el análisis históricos también pretenden mostrar los cambios ocurridos; por una parte, se pasó de un carnaval marginal a uno para la generalidad del puerto, por la otra, los grupos e instituciones sociales, incluyendo al gobierno en turno, trastocaron su propio poder autoritario y de élite, hasta abarcar las diversiones públicas como el carnaval.

Carnaval y poder

Resulta importante interpretar al carnaval como profundamente empoderado y político, porque brinda una explicación a hechos, aparentemente contradictorios. Como ya otros autores lo han señalado (Hernández, 2013), a través del carnaval se plasma la situación política y la lucha por el poder sociocultural. La política supone integrar esas causas, procesos y estructuras, con el objeto de responder a la realidad perentoria e histórica, y junto con sus estrategias de poder en la sociedad contemporánea, busca legitimar un determinado horizonte de expectativa y espacio de experiencia (Koselleck, 1993, p.338). Así, se problematiza la cuestión de la legitimidad de la norma, su pertinencia política del orden y el incuestionable poder de mando. Entonces, desde una perspectiva enriquecida por los planteamientos de Foucault (2000), esa compleja red de relaciones de poder, política de sus autoridades en turno y expresión pública de la fiesta, cohesionan e inventan la cultura de una sociedad a través del tiempo.

Una muestra es que pareciera que la mayor parte del pueblo no tuviera otra vida durante el carnaval y sólo tuviera las actividades de los días cercanos al mismo. Esto se explica en un contexto político que moviliza estrategias de poder, cuyas tecnologías de contención son multiformes. Por ejemplo, están entrecruzadas por interés económico y por demostrar un supuesto control del poblado o arraigo a ciertas tradiciones locales. En general, estos sucesos que se daban año con año en el puerto se explican, en gran medida, si se analizan desde una base crítica del poder como realidad compleja. El poder -conceptualizado como un conjunto entreverado de diversas posturas, normas y deseos- se dilata y fragmenta con más razón en varias matrices de "un porvenir aún incompleto" (Bajtín, 1993, p.15) durante acontecimientos mayores, masivos y de larga tradición, como el carnaval. En este horizonte político y de microfísica del poder (Foucault, 1979), donde los poderes se construyen y fluyen en variedad, hay un poder no acabado en el presente social y personal, el cual permanece inconcluso porque intervienen factores económicos y la posición social. Dicho poder servía para hacer y proyectar diversas cosas, entre las que estaba el carnaval.

Carnaval y estado

Una parte interesante de la historiografía antropológica del carnaval comprueba la persistencia de prácticas dionisíacas unidas a ritos agrícolas y a una cierta escatología. Como se ha dicho, tales representaciones religiosas no estaban exentas de contenido político, es decir, se les atribuía un significado político. Por ejemplo, no tenía tanta importancia si los detalles de las llamadas bacanales, saturnales y lupercalias eran reales o inventadas, sino el hecho de que se calificaran esas acciones de subversivas y fuera de la norma. En los últimos siglos de la era antes de Cristo y los primeros después de Cristo, la sabiduría oculta (de salvación) que desarrollaban en forma de palimpsesto los grupos mistéricos, estaba muy difundida (Eliade, 1999, p.167; Saura y Mascaró, 1851, p.13; Graves, 1985, p.59). Debido a lo anterior, se considera el suceso romano como el antecedente de los juicios cristianos que vendrán después contra herejes, brujas y otros ritos sospechosos. El racionalismo en la religión, manifestado en la vigilancia agresiva del Estado (también, a su vez, en vías de secularización), se relacionan con las prohibiciones del carnaval medieval y moderno. La crítica hacia las fiestas carnavaleras de Guaymas y Mazatlán no fueron excepción, tanto por el lado de la Iglesia Católica, como del Estado, siendo la exclusión los pactos políticos en la sociedad porfirista. A la sombra de estos acuerdos y complicidades, el carnaval se fortaleció (Hernández, 2013) y dio cauce a un carnaval que denominó "negociado" (Hernández, 2016), con base en un ensayo de Simonette (2015).

Carnaval y antropología

Reyes Domínguez (2003) explica el carnaval como actividad destinada a decir algo; el sentido de ese algo es a la vez instrumental y expresivo, según el comportamiento de quienes asistieron y participaron. Para Turner (1999) y Darnton (2010), la gente tiene que abrirse camino en una selva de signos, pues la vida social (política-económica) está inmersa y mediada en signos, y en el lenguaje hay una serie de relaciones metafóricas. Los humanos establecen relaciones metafóricas con el mundo utilizando recursos retóricos al hablar, dichas analogías lingüísticas pueden formar símbolos que ayudan a explicar las situaciones en donde se encuentran. Dichas analogías funcionan debido a su poder connotativo y en función de su lugar dentro de un marco general de la cultura (Geertz, 1992). Por tanto, el carnaval es una metáfora de la sociedad de ambos puertos estudiados, es decir, un símbolo. Beezley (1983) así lo entendió en el espectáculo de los toros, en su estudio sobre la historia cultural del porfiriato. El carnaval era una especie de juego profundo, como dijo Geertz (1992) de la pelea de gallos, en donde se sumían los porteños y a la vez era una práctica en búsqueda de un sentido, o bien regresaban periódicamente porque ya lo habían encontrado.

En esta dinámica, el antropólogo Victor Turner (1999) también consideró que el carnaval era un rito simbólico (Chiu y López, 2001). Denominada como un rito de paso, la fiesta carnavalesca tenía la virtud de reintegrar la sociedad en un nuevo horizonte y expectativa. La idea de un carnaval ambivalente de Bajtín (1993) y el concepto de liminidad/liminoide de Turner (1999) confluyen en su definición de un estado ambiguo. En tal ambivalencia los participantes no son lo que eran antes del rito, ni son todavía en lo que se convertirán después del acto festivo/ritual, el cual se presenta como una antiestructura en conflicto con el estado social/privado actual de los implicados.

Las fundaciones de Guaymas y Mazatlán, mulatos e indígenas

Luego de varios intentos como misión jesuita, Guaymas fue fundada por una avanzada de soldados españoles y un gobernador guaima entre 1768 y 1783 (Pradeau, 1990). En cambio, la población de Mazatlán -establecida alrededor de las mismas fechas (entre 1768 y 1792)- era de casta mulata (García, 1992; Reyes Velarde, 2003). Al ser autoridad guaima, los pardos eran los nuevos mestizos, proyecciones de la mexicanidad que estaba por venir, quienes tienen su origen con el cruce entre indígena y negro. De la misma manera, la mezcla entre negro y español dio como resultado el mulato (Riva, 1970). Las castas mencionadas eran libres y fueron los primeros pobladores de las hoy conocidas regiones mazatleca y guaymense. Al norte, en la parte conocida como Sonora también hubo negros, pero su registro está más esparcido que el del sinaloense. No obstante, como prueba de su existencia -al menos en su nomenclatura-, en Hermosillo aún existe una colonia llamada Cañada de los Negros, y adyacente a Guaymas, corroborando la raíz étnica, aún se encuentran los pueblos Yaquis (Padilla, 2009). Así pues, el negro africano marcó la frontera norte novohispana y mexicana, aunque no tanto como en Veracruz y otras regiones sureñas (Beezley, 2008). El africano de dichas regiones era distinto, debido a las varias generaciones de mulataje en el sur de Sinaloa, en especial en el poblado San Juan Bautista de los Mulatos y la bahía de Mazatlán (Valdez, 2004). La herencia parda e indígena es importante porque ayuda a entender algunas formas de la cultura como el carnaval. Tener en cuenta ese elemento sociológico y étnico esclarece los modos de resistencia y expresión de la gente porteña.

Los inicios del carnaval en Guaymas y Mazatlán

El carnaval está en la base del nacimiento de Sonora y Sinaloa como estados independientes (1810-1836) y centralizados (1836-1846) (Hernández, 2016). Este evento se trata de una fiesta con raíz africana (Hernández, 2005) y grecorromana (Hernández, 2013), la cual marca los orientes de ambos puertos.

En Guaymas, entre la tercera y cuarta década del siglo XIX, un sector dominante a nivel estatal conformado por una mezcla de mexicanos, aborígenes aculturados (García, 1910, pp.244-245) y extranjeros residentes, se agenció la introducción del carnaval y su realización anual intermitente. En Mazatlán, cuya mayoría de habitantes urbanos era mestiza, criolla y colonos extranjeros con actividades militares y comerciales, fue un poder local el pionero de las fiestas de carnaval. Y hacia el último cuarto del siglo XIX, en el carnaval se desarrolló un poder focalizado, aunque no detentado en persona u oficina única, sino repartido entre individuos y corporaciones, pueblo y oficiales. Conforme avanzó el siglo, varios grupos de marginados y ocupantes medios y menores dentro del poder político local, estatal y federal, dueños del poder económico e intelectual del puerto y sus colindancias, fueron los que se ocuparon en la fundación y desarrollo del carnaval.

Resulta importante destacar que la rebeldía mazatleca era contra los poderes y procederes del gobierno autoritario de los Vegas, arraigados en Culiacán (Buelna,1987, p.240; Nakayama, 1987, pp.273-295). En Guaymas se dio otra situación, pues la red conformada por los Íñigo, Gándara, Aguilar y Cubillas formaron alianzas en negocios y lazos familiares, cubriendo un amplio rango sociocultural entre la capital hermosillense y el puerto de Guaymas (Trejo, 2004, pp.35-38, 61-62).

En Mazatlán hubo una especie de sentimiento de pertenencia al terruño, un sentir primordial expresado por los habitantes pardos y sus familias y parientes. En el habitante sinaloense, el nexo fructificó en una atracción profunda hacia el lugar de origen y nacimiento, como lo haría el sonorense. En el aprecio sinaloense por su terruño y patria chica, se interpuso el puñado de desarraigados extranjeros que le dieron más importancia a los negocios que a los lazos de parentesco con la región, mientras que en Guaymas pasó casi lo contrario. A pesar de todo, esas primeras ligas facilitaron en Mazatlán las manifestaciones posteriores del nacionalismo mexicano, las cuales se produjeron durante la Intervención francesa para los mazatlecos -y en general para los sinaloenses-. Para los guaymenses, los primeros asomos de nación fueron en la lucha contra los filibusteros de 1854; la incursión del conde Gastón de Raousset Boulbon en 1852 y 1854 se debió al oleaje colonizador que suscitó la autoridad mexicana, complicándose con la lógica expansionista de Estados Unidos y Europa. El deseo de poblar el noroeste de México tuvo en los gobernadores sonorenses a sus mayores adalides, José de Aguilar y Fernando Cubillas emitieron decretos para que así fuera.

En ninguno de los dos puertos caló hueso la guerra contra Estados Unidos de 1847, pero sí los dos enfrentamientos siguientes: la lucha contra la intervención francesa en 1864 y, unos años antes en Guaymas, la de 1854 contra los filibusteros. De modo que, para los mazatlecos, "La victoria de San Pedro, el 22 de diciembre de 1864, acrecentó la moral de los republicanos y fue -y sigue siendo- para los sinaloenses el símbolo de la victoria contra los invasores" (Ortega, 1999). Para los guaymenses, el festejo de su primer aniversario será memorable (González de Reufels, 2003, p.132). También se señala que: "Desde los más ricos hasta los más pobres, desde los más ancianos hasta los más niños, todos, todos tomaron una parte activa en el público regocijo [...] Tres días hubo de funciones de Iglesia, iluminaciones, fuegos artificiales, bailes públicos [...] en la plazuela del muelle" (Pesqueira, s.f.).

El carnaval como metáfora: de una sociedad convulsa a un carnaval igualmente alterado

La guerra de Reforma otorgó a Sinaloa el salvoconducto necesario para orientarse a la ideología liberal. El régimen monárquico francés en México desarrolló, a fin de cuentas, "una política de conciliación y unidad entre conservadores y liberales, apoyando resueltamente el Estado liberal laico" (Florescano, 2006, p.178). Desde la Reforma, es un hecho que la interacción entre sonorenses y sinaloenses fue constante, a la vez que se integraban cada vez más a la noción de nación mexicana. De 1859 a 1861, ambos puertos se movieron más del lado liberal porque las autoridades dominantes del momento trabajaron en conjunto: en Sinaloa estaba Plácido Vega e Ignacio Pesqueira en Sonora. Impulsados por el éxito en la lucha armada contra sus opositores conservadores, cada uno en su respectiva entidad quiso perpetuarse en el poder bajo la nueva modalidad liberal. En la víspera de la Intervención francesa, Pesqueira fue reelegido y Vega declarado gobernador.

En este panorama de creciente uniformidad -y a la vez, inequidad- en el noroeste mexicano, las diferencias de ambas entidades radican en los modos de enfrentar esa realidad dispar en el cierre del siglo XIX. Más notoriamente en Mazatlán que en Guaymas, el carnaval en esa época adquirió una gran intensidad, a la par con una sociedad igualmente conflictiva (Ojeda, 2015, pp.29-34). En el carnaval, esta situación propició bandos en pugna por el territorio y honra del momento social y personal. Gracias a la abundancia de datos sobre su carnaval, esto puede corroborarse de mejor forma en Mazatlán que en Guaymas.

La Intervención francesa fue la oportunidad para los pardos mazatlecos de demostrar, acaso por primera vez, su pasión nacional -Guaymas ya lo había demostrado en 1854-. Fue la ocasión para ambos puertos de reafirmar su liberalismo juarista (Nakayama, 1987, p.340-347; Trejo, 1999, p.75). Durante el conflicto, el puerto de Mazatlán delimitó con precisión su pertenencia al terruño mexicano, a pesar de la tibieza de los tradicionales grupos de extranjeros. Prueba de ello fue el rechazo de la fragata francesa Cordelliere, en marzo de 1864. Esta defensa bélica contra los invasores fue recordada durante el Combate Naval del Carnaval Internacional de Mazatlán décadas más tarde, en 1932. En Guaymas también hubo un ataque evitado por los porteños, en mayo de 1865, pero el imperio francés logró instalarse en ambos puertos. En Guaymas "se dan las primeras adhesiones al imperio" (Trejo, 1999, p.95). Semejante anexión imperial la llevaron a cabo los yaquis y mayos, dirigidos por José María Marquín, así como los ópatas, liderados por Refugio Tánori. Por el lado de las familias principales, los Gándara apostaron en primer lugar por Maximiliano, al igual que los Aguilar. La razón de lo anterior es que la comunidad estaba en desacuerdo con el pesqueirismo que, desde 1857, se había aliado al liberalismo nacional de Juárez.

En Sinaloa, Mazatlán -a diferencia de Culiacán-, fue la ciudad en donde la presencia y actividad del imperio se intensificó; en año y medio que permaneció en Guaymas, los franceses organizaron su gobierno con gente sonorense sin mediar presión. El asunto se formalizó en dicha ciudad luego de divulgarse sanciones de cárcel para quien se negara ocupar tales cargos públicos. En Mazatlán, el conglomerado de comerciantes extranjeros "no se comprometieron ostensiblemente con los imperialistas" (Trejo, 2004, pp.99, 205), algo semejante se puede decir de los notables de Culiacán. En cambio, para los sonorenses, la presencia francesa significó el momento para arreciar la lucha interna de la comunidad y, en el puerto de Guaymas, se actualizó la lucha ideológica entre mexicanos sonorenses e indígenas, sinaloenses y sonorenses remarcaron sus afiliaciones y perfiles en lucha. La monarquía "A través de la corte, las condecoraciones, la etiqueta, los bailes y ceremonias intentó atraerse a la antigua nobleza colonial y a los partidarios" (Florescano, 2006, p.178).

Al final, desde el punto de vista ideológico de la nación mexicana, puede asegurarse que los mazatlecos y sinaloenses se unieron y fortalecieron, pero a la vez se fracturó la estructura interna de los grupos sociales en pugna. En la confirmación de esto último, "Los comerciantes extranjeros de Mazatlán conservaron su predominio económico, pero con la creciente oposición de la nueva generación de los líderes surgidos del liberalismo" (Mena, 1987, pp.456-459). Por su parte, "los notables de Culiacán fracasaron en su intento por recuperar el poder y quedaron marcados con el estigma de haber colaborado con los invasores" (Mena, 1987, p.456-459). Para guaymenses y sonorenses, las rencillas continuaron irreconciliables entre los grupos sociales. Estaban, por un lado, los pesqueiristas (es decir, el gobierno establecido y la mayor parte de los notables) y por el otro, los gandaristas (es decir, Manuel María Gándara, algunos mandos medios y la mayoría de los indígenas civilizados).

En Sonora, la estructura social estaba conformada por los Gándara, Íñigo, Cubillas y Aguilar en los sitios de honor, enseguida, las familias Loustaunau, Monteverde, Uruchurtu, Velez Escalante, Astiazarán, Rodríguez y otras más, como los Loaiza, Serna, Quijada, Encinas, Ortiz, Velasco, Almada y Camou. En tercer lugar estaban las familias de raíz indígena, entre los que sobresalían, por su número, yaquis, mayos y ópatas. Esta distribución jerárquica se fue elaborando y puliendo. El organigrama prevaleció en los siguientes 10 años y su consolidación le permitió ampliarse en todas direcciones, de manera semejante a una red.

En Sonora, la explicación de la unión de dichas familias e indígenas al imperio se encuentra en la antipatía de Pesqueira. En Sinaloa, debido a escasez de grupos indígenas, tales adhesiones llegaron de fuera, por lo que el contacto étnico fue a través de Lozada del Cantón de Tepic (Meyer, 1984). En Sonora, Gándara y los gandaristas representaban el ala blanda o conservadora del liberalismo. En Sinaloa, los grupos conservadores (la guarnición de soldados porteños, comerciantes extranjeros, cónsules, notables de Culiacán, Lozada y los mayos) aliados al imperio, fueron finalmente repudiados por sus tropelías durante la intervención. Por eso, si en Guaymas el gandarismo era la manifestación de una modernidad acotada, con lazos a la tradición cultural del indigenismo y la cultura tradicional y popular, no podría decirse lo mismo de Mazatlán, en donde -bajo el control del imperio-, el elemento mestizo o pardo se hizo presente a través de la resistencia del pueblo y las autoridades porteñas. El ingrediente étnico y mestizo era la síntesis profunda del habitante popular en el noroeste mexicano.

El carnaval salvaje era una metáfora de la sociedad violenta, el cual la historiografía ha llamado salvaje (Vega, 1992; Fernández, 2012; Fonseca, 2008; Vidales, 2015) y del populacho, en sentido despectivo (Iberri, 1982). Sin embargo, es importante señalar que el carnaval respondía a un contexto social igualmente convulso y se dio cuando una parte del estrato pudiente apenas si comenzaba a reclamar derechos de propiedad de la fiesta carnavalesca. Circunstancia que coincide también cuando los porfiritos se perpetúan en el poder estatal y municipal. El presidente Porfirio Díaz se prolongó en el poder federal, pero también lo hicieron muchos gobernadores, por eso se les denominó así (Cosío, 1983, pp.425-493). Para Bajtín (1993) el carnaval incrementaba su carga crítica cuando surgían regímenes (religiosos, militares, civiles, etc.) altamente controladores y jerarquizados, o que tendían a serlo. Por tanto, para el siglo XIX el régimen mexicano de Porfirio Díaz (Garner, 2004) se erigió como la causa excepcional que imprimió al carnaval razones para constituirse y continuar.

Tal lucha adquiría sus mejores momentos durante el carnaval. Así, a una mayor solidez en el poder correspondió una mayor crítica desde el ámbito social y cultural. Más que en Guaymas, la situación se delinea mejor en Mazatlán al formarse grupos (abastos, muelle, comercio, astillero, etc.) disfrazados, que recorrían la ciudad con música y recitando parodias (Vega, 1992; Martínez, s.f.). Por tanto, el hecho que los enmascarados entren a las casas o lancen piedras durante la festividad tenía la intención de hacer partícipes a todos los habitantes (Puga, 1936, p.3). El mensaje profundo consistía en que no eran una esfera aparte, sino integrantes de una comunidad más amplia en la que todos podían caber y existir, así fuera con esas demostraciones violentas y desarrapadas. La comprensión de un carnaval renovador, conscientemente histórico y responsable de su momento, indica que tal violencia correspondía con que esa élite se alejaba de los demás estratos sociales. Para Bajtín (1993, 1997), el acto concentra, correlaciona y resuelve en un contexto último, unitario y singular, tanto el sentido como el hecho, lo general e individual, y lo real e ideal, puesto que todo esto forma parte de su motivación responsable.

El carnaval de la última década del siglo XIX evidenciaba esta misma lógica, con la variante de que el conglomerado de habitantes desamparados del progreso cañedista se había multiplicado. Otras capas sociales se sumaron a las filas de marginados por el capitalismo porfirista, que incluía a integrantes de la notabilidad porteña, sobre todo aquella población que estaba siendo apartada del puntal capitalista de cuño estadunidense. De modo que los carnavales de Mazatlán (Actas del Cabildo de Mazatlán, 1899; En el Carnaval. Recuerdos de tres reuniones, 1997; Fonseca, 2008) y Guaymas (Tombstone Daily Prospector, 1889; Tombstone Epitaph, 1891; Tombstone Epitaph, 1892) se diversificaron con la inclusión de otros actores y agentes, entre los cuales había funcionarios del ayuntamiento, profesionistas y gente notable del puerto.

Por el lado de Sonora, Pesqueira enarboló un liberalismo de leyes al estilo de Juárez pero, una vez pasada la intervención del monarca, se erigió como el hombre fuerte de Sonora. Hacia 1875, éste salió de la escena pública y, al ocupar la presidencia Porfirio Díaz, se encumbraron en el poder Ramón Corral, Luis Emeterio Torres y Rafael Izábal. En Sinaloa, los comerciantes extranjeros continuaron "ejerciendo su poder sobre gran parte del estado" (Bonilla, 2009, p.226), situación que pareció cambiar cuando el mercado estadunidense empezó a fluir cada vez más por los puertos del Pacífico, "dependientes del nuevo centro californiano" (Bonilla, 2009, p.228). A esto se sumó el ascenso pactado de Francisco Cañedo en el gobierno estatal, al siguiente año. Todo parece indicar que la falta de redes e incomprensión de los nuevos tiempos fue la causa del declive, tanto de los Vega y Pesqueira, como de la colonia de comerciantes mazatlecos (Balmori, Voss y Wortman, 1990, p.149).

La novedad consistía en que, con Porfirio Díaz en la presidencia, por vez primera había una estructura política nacional que arropaba a la república entera. En el nivel local, también estaban presentes aquellos individuos que creían entender el escenario. Fue así como saltaron a la palestra -la serie de porfiritos-, entre los que se encontraban los gobernadores antes citados y sus políticas clientelares. Contrariamente, mientras se consolidaban más en su respectivo poder, su prestigio social y político, entre notables y otros grupos sociales emergentes y tradicionales, decaía.

En detalle podemos aseverar que Mazatlán, siendo capital, se declaraba juarista; y Culiacán, en la refriega revolucionaria, porfirista. Esta situación se delineó mejor cuando, en 1877, los revolucionarios porfiristas ganaron y trasladaron la capital sinaloense de Mazatlán a Culiacán. Lo que siguió fue hacer un consenso entre los principales del puerto, los notables de la capital y el presidente Díaz. Esto lo logró hasta 1884, tiempo en que verificó "su inquebrantable fidelidad a Porfirio Díaz" (Brito, 1996, p.29). Desde entonces, "Cuatro familias formaban el núcleo de la red estatal que se consolidó alrededor de Cañedo: Vega, Martínez de Castro, Izábal y Batiz" (Brito, 1996, p.29). Trató de acallar las tradicionales quejas provenientes de Mazatlán del auge económico y por la reciente oleada de emprendedores estadunidenses, quienes estaban más dispuestos a echar raíces y mezclarse con los mazatlecos -lo cual no sucedió tan pronto como los comerciantes alemanes y españoles hace tiempo instalados- (Balmori, Voss y Wortman, 1990, p.169; Santamaría, 1998, p.200; Román, 1998, pp.154-179).

Entre Guaymas y Hermosillo no hubo una rivalidad, como la había en las ciudades sinaloenses. El puerto sonorense era más bien una extensión de la red familiar del Pitic, que hacia 1879 cambió definitivamente su capital de Ures a Hermosillo. Si alguna vez se produjo una competencia, ésta se dio durante el porfiriato, no antes. Al establecerse en Hermosillo la capital del estado, "fue el principal centro de actividad económica hasta entrada la década de 1890" (Alarcón, 2004, p.48), y en la mayor parte de la república, el progreso material y social fue evidente. Tres factores, construidos durante los 20 años del porfiriato decimonónico, influyeron en la reactivación de la economía de Sonora. Por su posición geográfica y disponibilidad social, el puerto de Guaymas fue el gran beneficiario. Esos elementos fueron la llamada guerra del yaqui, el tren y los cultivos de importación de San José de Guaymas. La mezcla se hizo consistente por la estructura singular de la colmena cívica-liberal del puerto (Hernández, 2013).

En el puerto mazatleco, el grupo de comerciantes extranjeros siguieron impulsando el capitalismo sinaloense organizado (y también el informal, pues todavía en 1871 se registra un movimiento mayor de contrabando). Dominaron el comercio interno y externo diversificando sus empresas, creando subsidiarias y sucursales foráneas, se volvieron prestamistas del sector público y privado e invirtieron en la agricultura. En términos políticos, también Sinaloa presentó un mayor control del gobierno estatal al reducir el número de sus distritos y usar la figura del prefecto para incrementar la centralidad y observación del poder.

Un elemento diferencial entre ambos puertos fue la cuestión de los comerciantes y demás emprendedores extranjeros. En Guaymas, es importante recordar que el primer grupúsculo -conformado mayormente por extranjeros- dominaba la economía y sus poderes simbólicos, conocidos como alta cultura. En Mazatlán sucedía algo parecido, con la variante de que las ocho casas mercantiles de origen español y las otras cuatro de procedencia alemana "salvo notables excepciones, no desarrollaron una conciencia regional y mucho menos nacional" (Santamaría, 1998, p.201). Es probable que así haya sido, no obstante, parece que la excepción mencionada se refiere a su decidida participación en la celebración anual del carnaval y tal colaboración fue otra forma de manifestar su distinción y prestigio social alcanzado. Fueron los introductores de la cultura culta y de larga tradición europea, la cual causó conflicto con las otras tradiciones locales, y de frontera norte mexicana.

En Guaymas, ceder el control político al segundo círculo en importancia compuesto por ricos mexicanos fronterizos y éstos reconocer como líder a Maytorena, dio muy buenos resultados compartidos. También dio paso a la formación de un tercer sector de fuerza notable en la custodia de la colmena. En su papel de intermediario, la popularidad de Maytorena se debió a que "reconocía como banderas los problemas más concretos de los sonorenses" (Aguilar, 1982, p.71): los descalabros del tren, la represión yaqui, etcétera.

En Mazatlán no hubo una figura similar a Maytorena. Sin embargo, Eustaquio Buelna y Heraclio Bernal podrían cumplir esa función intermediaria (en el entendido que también poseían una visión liberal, pero no exaltada, a la manera cañedista o de notables tradicionales como los Vega y los Martínez de Castro, que sirvieron de comparsas al caudillo). Un ejemplo fue el Liceo Rosales en 1872, en Mazatlán, producto de un Buelna liberal deseoso de hacer conciencia nacional y servir de nexo entre las clases pudientes y populares del puerto.

También Heraclio Bernal, apodado El Rayo de Sinaloa, y Jesús Malverde pueden tomarse como representativos para aquellos habitantes que, por resistirse al progreso liberal cañedista, perecieron en su intento. Su muerte heroica y mítica demostró la tensión social acumulada, pues para la mayor parte de la gente "no apareció la prometida prosperidad" (Ortega, 1999, p.257).

Un carnaval con poder y consenso

La riqueza alcanzada durante el porfiriato se manifestó a través de varios signos de distinción, algunos de estos signos de diferenciación y prestigio seguían siendo preferidos por ciertos grupos, pero muchos ya no eran exclusivos de una clase social, mientras que otros quedaban abiertos a la generalidad social. De modo que podía hablarse de diversos grados de notabilidad, y ya no tanto de uno en especial. De esta manera, en los dos puertos hubo una serie de acciones que encajaban como medición del lugar que se ocupaba en el mapa de la sociedad. Las familias porteñas asistían así a "recepciones y despedidas de funcionarios importantes, ferias nacionales, inauguración de mejoras públicas y fiestas anuales como el carnaval antes de la Cuaresma" (Beezley, 1983). No obstante, ese estilo porfiriano de persuadir, estos signos de notabilidad y alta evaluación de su progreso, flotaba entre ellos "una corrosiva sensación de estar engañados" (Beezley, 1983). En la bisagra del siglo, sobre todo en aquellos más sensibles a las disparidades y desigualdades sociales, fueron los principales depositarios del "resentimiento, que empezó a acumularse en la primera década del siglo XX" (Balmori, 1990, pp.171-172).

En este contexto, la fiesta de carnaval fue algo más que un motivo de distinción y lucimiento social. La aparición de vástagos notables en las fiestas fue una extensión del poder mismo, que desplegó parte de las familias más pudientes de ambos puertos. Debido a la abundancia de registros, esto se observó más en Mazatlán que en Guaymas, cuando hacia 1898 un fragmento de la cúspide social se interesó en la vida del puerto y comenzó a comprometerse con su desarrollo local. Si bien esa élite no tenía un proyecto social e histórico más profundo, sí encontró en el carnaval un medio idóneo para diversificar sus empresas económicas y culturales. Fue la ocasión cuando, a través de sus órganos de formación social, dicha élite comenzó a intervenir específicamente las páginas del periódico El Correo de la Tarde, fundado en 1885, y la Cámara Nacional de Comercio porteño. En un primer intento, el resultado fue la modificación de una fiesta rebelde a otra negociada, digna de ser presentada en sociedad (Mazatlán de mis recuerdos, 1997; Fonseca, 2008, p.75). Pero, apremiados por la realidad dispareja del cañedismo, hacia 1898 se dejaron seducir por los horizontes de cambio e influencia que les ofrecía la fiesta de carnaval. Atrincherados en la cúspide de las juntas patrióticas y beneficencia, en los comités y programas carnavalescos, empezaron a intervenir en la fiesta pública por excelencia, que era el carnaval (Anónimo, 1989, pp.5-8). El doctor Martiniano, presidente de la Junta del carnaval de 1898, comunica que en la última sesión se trató "el antiguo y asqueroso juego de harina que, desde tiempo remoto ha sido la mancha de Mazatlán y que ya no encaja en nuestras costumbres, [la idea era cambiarlo] por otros festejos y de acuerdo con nuestra cultura" (Anónimo, 1898, p.2).

En 1899, el carnaval en Guaymas ya había adquirido su estructura canónica que mantendría durante el siglo XX. Por ejemplo, están los cuatro elementos ineludibles: junta o comité, carros alegóricos, entierro de malhumor y los reyes o pareja real. En Mazatlán, se tuvo más dificultad en conseguir ese equilibrio. En el caso del malhumor en Guaymas, Iberri lo ocultó y optó por no mencionarlo en sus artículos retrospectivos porque no estaba de acuerdo con su inserción (El carnaval de Guaymas. Desfile de carros, 1899). En Madrid, en el siglo XVIII, se encuentra la costumbre de personificar al carnaval en un individuo, era una celebración hecha por el "bajo pueblo" (Saura y Mascaró, 1851, p.56). En este sentido, Iberri (1982) tenía razón en calificar tal acto de forma negativa.

Iberri tampoco detalló que los reyes carnavaleros eran dos hombres, uno de ellos iba disfrazado de mujer. La colmena del carnaval desafió sus entrañas mismas al transgredir la naturaleza sexual de sus majestades. En un programa del carnaval de 1900 se establece que: "No aparece en el mismo el nombre de la Reina, aunque sí un Decreto de Su Augusta Magestad el rey del Carnaval, por lo que se presume que en aquel tiempo no había Reinas" (De un programa de carnaval de 1900, 1945). En Mazatlán, había rey sin pareja hacia 1898-1899. Héctor Díaz Valdez argumenta que la designación de los reyes varones se debió a estar mejor dotados para protegerse en caso de un ataque en los juegos de harina (Anónimo, 1992). Es probable que así haya sido, de cualquier forma el razonamiento no inválida la propuesta de la extensión del poder de notables a través del carnaval. Su alcurnia era con graduación notable, semejante a su corte: en esos años sus majestades en el carnaval fueron Gerardo de la Vega y Tito Ahuja, respectivamente (AMM. El Sol del Pacífico, 22 enero 1989).

Otra muestra de los problemas que tuvo Mazatlán para establecer una estructura interna del carnaval, fue el asunto de la pareja real. En Mazatlán, Wilfrida Farmer fue la primera reina que se registró en 1900, integrante de la nueva élite estadounidense, quien compartió créditos con el rey Teodoro Maldonado. Al ser una extranjera recién llegada, Farmer comprobó la conjetura de que la reina no tenía que ser originaria del lugar, bastaba con ser residente notable. En Guaymas también se da esa situación, con el agregado de que en este puerto alcanzó a introducir la reina de forma más rápida en el proceso del carnaval. Como señala Barrón (2008): "En 1888, María Zuber Torres, nacida en California, fue designada reina carnavalesca (siendo el rey Alfredo Díaz Velasco), y al año siguiente ocupó el trono Sarah Ricketson Castro, oriunda de San Francisco". El autor añade que Zuber estuvo en Mazatlán entre 1865 y 1867, donde su padre fundó un estudio fotográfico y en su séquito estuvieron Concepción Mercedes Garay, Mercedes Espriú y María Cáñez. De 1890 a 1899 las fuentes para Guaymas no registran más reinas, es hasta 1900 cuando la corona recayó en Leonor Hidalgo Von Borstel (Barrón, 2008).

El "grupito" de notables -denominados así por Tinker (2010)-, que dominó la cultura porteña de Guaymas y Mazatlán, esperó hasta el porfiriato para imponerse también a través de la reina carnavalista. La consigna fue la riqueza material y cultural europea-estadounidense por encima del arraigo local o raza nativa-mestiza. Fue así como a través de la fiesta pública "Las actitudes étnicas y raciales encontraron lentamente su camino también en la cultura popular" (Tinker, 2010, pp.57-59). Como se ha visto, esto se dio con mayor rapidez en Guaymas que en Mazatlán.

Iberri confirmó la participación de mujeres en la organización del carnaval de 1888. Pero no cualquier mujer formaba parte de esa improvisada coordinación, sino sólo las pertenecientes al "grupo de personas de elevada posición" (Iberri, 1982). Esta fue la primera vez que se mencionó la existencia de un grupo encomendado para realizar los festejos carnavalistas. En Mazatlán, fue hasta 1898 cuando apareció por vez primera la mención de una Junta Patriótica en la organización del carnaval. De esta forma, se construyeron los elementos característicos de la estructura carnavalista, misma que prevaleció desde entonces. Como puede verse, las funciones de un comité destinado a planear la fiesta orgiástica sucedieron primero en Guaymas que en Mazatlán. La explicación a esto se encuentra en el retardo que tuvo el grupo mazatleco en tomar parte del evento festivo. Su intervención se resolvió cuando "la influencia extranjera crecía dramáticamente" (Iberri, 1982, p.159) y rebasaba las expectativas de crecimiento de los que hasta ese momento habían servido de intermediarios (el segmento de viejos y nuevos notables, profesionistas, grupos de obreros, etc., que habían sido marginados por los grandes capitales estadounidenses o sólo servían de empleados). El desgaste del progreso selectivo del porfiriato dio como resultado que el grupo de ambos puertos de abriera hacia otros estratos sociales.

Puede decirse que este último acontecimiento se materializó, dentro de la naciente estructura del carnaval, en el desfile de carros alegóricos. En Mazatlán, en 1898, se comentó tal existencia; en Guaymas se alude hacia 1896. También, como se puede ver, se tardó un poco en Mazatlán en relación con Guaymas. Se considera que sucedió debido a la fuerte presencia parda, quienes en complicidad con los comerciantes y abastecedores del puerto, conformaron ese grupo variopinto de población de fines de siglo. En Guaymas, el grupo estaba más compacto y arraigado en el puerto, de manera que sus satélites poblacionales, si bien numerosos, no tuvieron tanta influencia como en Mazatlán. Fueron ellos los que, repartidos en los grupos adversos del Muelle y los de Abasto, se apropiaron del carnaval en la segunda mitad del siglo XIX (Puga, 1936, p.3), aferrándose arduamente al evento de las luchas campales, hasta que finalmente se acomodaron en la agenda del carnaval hecha por la junta. En el paseo de autos alegóricos de 1899 (Anónimo, 1992, p.10), se exhibió un carro con el tema el entierro de la harina, el cual remarcaba el interés de las autoridades por terminar con el juego brusco de la harina, escenificado en la segunda mitad del siglo XIX.

Con la intensificación del modelo político-económico capitalista durante el porfiriato, "la burguesía mazatleca [y guaymense] desplaza al pueblo [la herencia parda y mestiza-indígena] y se convierte en el principal protagonista [infiltrada con los nuevos olvidados del poder económico-social central]" (Fonseca, 2008, p.42) en ambos puertos. En su primera época (Mazatlán en 1898 y Guaymas en 1888), la estructura del carnaval se evidenció primero a través del rey blanco y afeminado; en su segunda época, de la reina idealmente blanca y bella (Vidales, 2009, p.42; Santamaría, 2012, pp.27-52).

Por último, se abordará el evento de la quema del malhumor, dentro de las fiestas del carnaval. Este acto clausuró el siglo XX al mismo tiempo que abrió el nuevo siglo XX. Para Mazatlán, el primer malhumor se remonta a 1904 (Vega, 1992) y en Guaymas a 1899. Los antecedentes del malhumor mazatleco están en los ritos de las burradas y en los papaquis recitadores de sátiras. En México, durante la Intervención francesa, se quemaban "maniquíes que representan, o retratos groseros de enemigos de la religión católica, personajes que han desempeñado un papel político, y al recuerdo de los cuales se une el odio de los partidos" (García, 1910). En Guaymas y Mazatlán, los discursos y gestos conocidos se refieren a que malhumor se había portado mal, que había excedido sus funciones. Era la personificación de negaciones e incertidumbres del año que terminaba. Su aniquilamiento significaba la erradicación de ese mal y el fomento de buen tiempo, en los próximos carnavales, esa sería su importancia máxima. La propuesta es que en la composición del carnaval histórico, la parte crítica del pueblo (en Mazatlán la herencia parda y grupos emergentes finiseculares; en Guaymas el mestizo, indígena y los nuevos sectores poblacionales marginados del porfirismo central), y su esperanza de cambio, está no tanto en la pareja real ya consolidada e impuesta desde arriba, sino en la quema o entierro del malhumor consensado entre la gente.

Consideraciones finales

En el presente trabajo se buscó responder a la pregunta de por qué se produjo un carnaval altamente agresivo y contestatario en los puertos de Guaymas y Mazatlán en el siglo XIX, con el objetivo de analizar la fiesta pública del carnaval y sus relaciones con el poder establecido en los puertos de Guaymas y Mazatlán decimonónico; el resultado fue que esa fiesta caótica era correlativa a una sociedad igualmente conflictiva. En un primer momento, aquel carnaval transgresivo llegó a su pleno desarrollo cuando el grupo de familias extranjeras y nacionales, representantes de la élite económica de los dos puertos, buscó posicionarse en los sucesivos gobiernos centralistas, liberales, reformistas y de la Intervención. En un segundo momento, al acentuarse una disparidad social durante el porfiriato que también los afectaba, no permanecieron como grupo aparte, sino que diversificaron sus intereses económicos y culturales. Fue así como el carnaval, definido como metáfora de su tiempo, fue practicado por el pueblo y después, en conjunción con las élites, se perpetuó en las plazas públicas porteñas.

Todo esto logró documentarse mayormente para el carnaval de Mazatlán debido a que hay más información disponible, en comparación con Guaymas. En el puerto sonorense no existen datos del carnaval de 1844 a 1887. Por otra parte, hace falta profundizar más en el período porfirista y la cuestión del carnaval denominado negociado e intermediario.

La propuesta es que, tanto en Guaymas como en Mazatlán, la fiesta de carnaval fue algo más que un motivo de distinción y desfogue gratuito. Es importante señalar que la rebeldía mazatleca, manifestada en los inicios del carnaval, era en contra de los poderes y procederes del gobierno arraigado en Culiacán (Buelna, 1987, p.240; Nakayama, 1987, pp.273-295). En Guaymas la situación fue otra, pues la red conformada por los Íñigo, Gándara, Aguilar y Cubillas implicó alianzas en negocios y lazos familiares, tendiendo un amplio abrigo sociocultural entre la capital hermosillense y el puerto de Guaymas (Trejo, 2004, pp.35-38, 61-62). Esta circunstancia provocó que no hubiera un ataque frontal, como en el caso mazatleco. El resultado en ambos puertos fue un poder no detentado en persona u oficina única, sino repartido entre individuos y corporaciones, así como pueblo y oficiales, marginados por el gobierno político estatal, pero dueños del poder económico del puerto, fueron los que se ocuparon en la fundación y desarrollo del carnaval.

Por lo tanto, el inicio del carnaval en Guaymas estuvo protegido por el grupo criollo y nacional del Río Sonora, mestizos e indios aculturados y remisos. En Mazatlán fueron los comerciantes de origen español, inglés, francés, alemán, etcétera, las autoridades políticas y militares, la población mestiza y heredera del mulataje colonial. Ellos fueron los que introdujeron un tipo de carnaval (que abreva en África y Europa) a Sonora y Sinaloa, amasado con otros actos y festejos autóctonos mexicanos. También fueron quienes lo blindaron, una vez establecida la fiesta entre 1843 y1856. En general, se extendería hasta los albores del último tercio del siglo XIX, pues si bien Sonora mantuvo la categoría de estado conservador y Sinaloa una cara más liberal, lo cierto es que ambas entidades estaban dentro del liberalismo en ciernes (Corbalá, 1992, pp.33, 111-114), ya que el gandarismo se mantuvo en pie de lucha y recobró nuevo impulso con la llegada del Segundo Imperio. De entre esta situación surgen las dos tradiciones políticas que se perfilarán en el siglo XX: la posición cívica-liberal y la autoritario-populista.

En las constituciones estatales de 1831 y 1848, se aclara que "La religión del Estado, es, y lo será perpetuamente, la Católica, Apostólica Romana, única verdadera sin tolerancia de otra alguna" (Corbalá, 1992, p.111). Pero en la constitución de 1861 y su reforma de 1872, esto cambió: "El Estado permite el libre ejercicio del culto religioso, sin distinción o preferencia" (Corbalá, 1992, p.112). Mientras en las leyes de 1831 y 1848 dictaba la regulación de los indígenas y en las constituciones de 1861 y 1872 se les negaba la ciudadanía (Corbalá, 1992, p.113). Desde antes de la constitución liberal de 1857, que defendía la desamortización de bienes y tierra, en Sinaloa ya se llevaba a cabo esta práctica, prosiguiendo así cuando el gobierno federal se agenció todo el poder sobre la denominada Ley Lerdo (Corbalá, 1992, p.114). Así, la ruta quedaba plasmada para el porfiriato de avanzada capitalista.

Durante el porfiriato, la situación se agudizó. Esto se observó más en Mazatlán que en Guaymas, cuando hacia 1898 un fragmento de la cúspide social se interesó en la vida del puerto y comenzó a comprometerse con su desarrollo local. Si bien esa élite no tenía un proyecto social e histórico más profundo, sí encontraron un medio idóneo para diversificar sus empresas económicas y culturales en el carnaval. El resultado fue, en un primer intento, la modificación de una fiesta convulsa a otra negociada, digna de ser presentada en sociedad. Pero, apremiados por la realidad dispareja del cañedismo sinaloense y el triunvirato porfirista sonorense (Torres-Corral-Izábal), fue que entre 1886 y 1898 que se dejaron seducir por los horizontes de cambio e influencia que les ofrecía la fiesta de carnaval. Atrincherados en la cúspide de las juntas patrióticas y de beneficencia, periódicos privados y oficiales, en los comités y programas carnavalescos, empezaron a intervenir en las diversiones públicas, tales como el carnaval.

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